Hoy nos levantamos con una noticia muy especial en el Diario Información: un emotivo recorrido por la trayectoria del Dr. Enrique Chipont, una figura clave en la oftalmología alicantina. El artículo repasa su vida, su dedicación a la medicina y su compromiso con la salud visual de sus pacientes. Una merecida retrospectiva que pone en valor no solo su brillante carrera profesional, sino también su calidad humana:
Primero ve a las personas, después mira sus ojos, que hay de todos los colores: ámbar, azul, marrón, gris, verde, avellana… Es un oftalmólogo de referencia mundial. Dirige desde hace dos décadas Oftálica, una clínica de sello alicantino que cada año atiende a 26.000 pacientes de muchos países y dispuesta de quirófanos para realizar unas 1.500 intervenciones quirúrgicas en cada ejercicio. La vista tiene un idioma universal: es la ventana del alma.
Enrique Chipont Benabent (Alicante, 1964) su madre, Maruchi, lo trajo al mundo en un partitorio de la Cínica Vistahermosa. Creció en el barrio El Pla del Bon Repós. Tiene una hermana dos años menor. El padre, también Enrique de nombre, trabajó en una entidad bancaria hasta la jubilación. Tras un par de años de párvulo en una guardería del distrito alicantino de Carolinas, tuvo que cruzar durante varios años la avenida de Dénia para aprender cosas nuevas en otro liceo. Con su mismo apellido, de origen francés, en la provincia de Alicante residen catorce personas, todas familiares directas de «Chipi», como le llamaban cariñosamente sus compañeros de pupitres en el colegio Inmaculada Jesuitas, entre ellos, Carlos Paniagua, Toño Peral, Pedro Picatoste, Rubén Davó, Perfecto Palacio López y demás pandilla.
Siempre fue un estudiante brillante. Practicó el balonmano con vestimenta del centro ignaciano a las órdenes de José Julio Espina, un entrenador al que recuerda con mucho cariño: «Nos enseñó muchas cosas con balón entre las manos o sin él, sobre todo a hacer equipo y a respetar al árbitro».
Seis cursos fueron suficientes para que Enrique Chipont obtuviera el título, con más matrículas de honor que sobresalientes. No desaprovechó la oportunidad y superó las pruebas de Médico Interno Residente (MIR) en 1987 entre más de 20.000 candidatos para poco más de un millar de plazas en España. Enrique tenía 23 años. Eligió Oftalmología. Su destino fue el Hospital La Fe, en Valencia. Durante cuatro años de guardias, atendiendo a pacientes en consultas, pendiente y actor en operaciones, en 1992 obtuvo licencia para ejercer como oculista. «España 92» fue un año histórico marcado por los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Exposición Universal que simbolizaron el regreso de España al mundo tras años de aislamiento. Éxito deportivo (22 medallas, 13 de oro), un hito en la historia olímpica del país y una conmemoración desde Sevilla del quinto centenario del descubrimiento de América. Pero las arcas del Estado quedaron casi vacías. «No había un duro».
El doctor Chipont estuvo cierto tiempo en estancias del paro, mientras repartía currículos a diestro y siniestro en gerencias de hospitales de aquí y de más lejos: «Fueron los peores meses de mi vida», asegura. En febrero del siguiente año pasó a formar parte del cuadro médico del servicio de Oftalmología del Hospital de Elche, que dirigía el doctor Fernando Soler. Un calendario más tarde ocupó plaza de oculista en el Hospital de San Juan. Después de cuatro años de esfuerzo y de algunas ilusiones rotas decidió cambiar de rumbo. Pasó a desarrollar su actividad clínica casi una década en el centro Visumm, integrado en el equipo del oftalmólogo Jorge Alió, sobre todo dedicado a casos pediátricos y al estrabismo.
«No veo ojos, veo personas», afirma este profesional que es referente mundial en su especialidad. Hace veinte años decidió crear su propia clínica: Oftálica. Y ahí sigue, como director médico, con casi tres decenas profesionales sanitarios, incluidos nueve oculistas y tres anestesistas. Por este centro pasan a diario más de cien personas de países europeos, de España, claro, y otras procedentes de África, Asia y de las dos américas, la del norte y la del sur. Calcula que en su centro se realizan más de 1.500 intervenciones quirúrgicas cada año. Dice que «las patologías oculares son variadas y hay que establecer con toda claridad qué ocurre y cómo remediarlo. El paciente reclama certezas y el oftalmólogo tiene que dárselas».
Testigo directo. Llegas a la sala de espera y todo está a la perfección. Muchos pacientes aguardan en silencio su turno. Y uno, algo nervioso, acude para explicar sus problemas al oculista, al médico de la vista. Pero antes de entrar en la consulta, una patrulla de personal sanitario fisgonea tus ojos sometiéndolos a pruebas indoloras en seis o siete máquinas distintas para comprobar la salud ocular, los puntos ciegos o cosas peores. Pasada media hora, más o menos, uno nervioso, con las posaderas pegadas a una silla, observa en una pantalla vídeos de distintas patologías de los ojos. «¿Me quedaré ciego?», te preguntas durante la proyección de imágenes y al borde de un ataque de nervios. Entras en la consulta en espera del diagnóstico. Ahí atiende, en el caso, un médico amable y risueño. Listo. Gentil. Tiene todos los resultados de la exploración impresos sobre papeles en el interior de una carpeta mientras miraba mis ojos. Todo estaba más o menos en orden. Y sonreímos juntos.
Enrique tiene dos hijos: Carlos y Héctor Chipont Ripoll, por este orden. El mayor, de 32 años, es abogado y economista y trabaja en Madrid; el menor sigue la trayectoria de su padre: a sus 28 años trabaja como médico especialista ante los ojos y las miradas de pacientes en el Hospital de Elda.
Y ahí sigue a diario Enrique, siempre amable, tal vez en espera de que el doctor Héctor Chipont tome las riendas de la clínica lo antes posible: en cinco o seis años como mucho. Le hace una «ilusión brutal» trabajar con el más joven del clan al cuidado la visión de la gente. Y siempre formando equipo.